HISTORIAS Y CUENTOS DE MI REGIÓN

EL CHULLACHAQUI

   El hombre miró su almanaque que colgaba en el cerco de huasaí, era domingo siete, frunció el ceño, señal que algo le decía la fecha; efectivamente, era un día de mal presagio, pero él no creía en abusiones o algo parecido, a pesar que había escuchado a los viejos mitayeros y a los antiguos caucheros que decían: "nunca andes en el monte en domingo siete, es día malo", cogió su escopeta para dirigirse a la colpa; su hijastro de ocho añitos de edad lo vio.
    —Papá —dijo el niño, se puso sus zapatitos, se colocó su gorrita azul y agarró su machetito—. Papá llévame, quiero ir contigo al monte.
    —Ahora no puedo llevarte  —dijo el padrastro.
    — ¿Por qué? —preguntó la madre que se había enterado, estaba barriendo el patio—. Siempre lo has llevado y además le estas enseñando para que sea un buen montaraz.
    —Bueno, tú ganas, vas muchacho  —dijo el hombre mirándo a su mujer y al niño.
   La mañana se anunciaba que iba a estar con ellos, día soleado, bueno para la caza. Habían caminado media jornada y hasta el momento no encontraban ningún mitayo, pareciera que la selva se los hubiera tragado, incluso llegaron a visitar tres colpas grandes.
Por esos terrenos hasta el mitayero más ajuasi, desafortunado encontraba algo, eran lugares donde abundaban los aguajales, rcnacales, shapajales, huicungalcs, árboles de manchingas, copal caspis, chimicuas, chimbillos y otras frutas silvestres; además estaban en época de producción, no se escuchaba gritar a los cotomonos, ni el canto de las maquisapas, lo mismo de los guacamayos, paujiles, loros, pucacungas, trompeteros; la selva vivía un silencio absoluto.
   El mitayero decidió retornar a su vivienda porque la suerte no estaba con ellos, faltaba poco tiempo para salir a la estrada luego estarían en casa; para no llegar con los brazos vacíos, el hombre señaló al niño una planta de ungurahui con dos racimos grandes, que subiéndose por una soga podía cortar uno. Cuando se aproximaba a la palmera, los monos negros junto a los huasitas se dirigían al aguajal.
   —Espérame aquí  —dijo en voz baja el hombre—. Voy a matar un mono, ¡mira, allá están saltando!, quédate ahí y no te muevas.  
  —Sí, papá  —dijo el niño en voz baja.
   El hombre con mucha sagacidad se desplazaba para tratar de liquidar un mono, pero los hábiles simios se iban alejando poco a poco para luego perderse en el extenso aguajal, no pudo cazar; decidió volver y cuando llegó se dio con la sorpresa que el niño no estaba, se había esfumado, lo llamó una y otra vez, solamente se escuchaba los silbos incansables de las chicharras y de las perdices, revisó todo el terreno pensando en el tigre, felizmente no observó nada, le iluminó una esperanza, tal vez se fue a casa de aburrido por la cantidad de zancudos que no le dejaban tranquilo.
   El hombre muy preocupado arribó a su vivienda y preguntó a su mujer si había llegado el niño, la respuesta fue no; el cónyuge narró como sucedió el hecho, de inmediato comunicaron a todos los vecinos. Esa misma tarde un grupo dé montaraces con escopetas, carabinas, machetes, hachas y perros mitayeros se dirigieron a la búsqueda; llamaban, puqueaban, gritaban, golpeaban en las aletas de los palos; por ningún lado contestaba el niño, ninguna señal, solo el silencio; continuaron buscando hasta la media noche con linternas, teas de caucho, lámparas, incluso haciendo disparos al aire sin obtener respuesta alguna del chico.
   Al día siguiente se reanudó la búsqueda, todo el bendito día se pasaron peinando la zona, llegaba la tarde y todos se miraban mutuamente, el silencio lo decía todo, ningún rastro o indicio del niño, así se pasaron examinando palmo a palmo toda la zona durante cinco largos días de tristeza y angustia, pero el chiquillo no apareció ni vivo ni muerto, como si la selva se lo tragado.
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